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Espero que estés mejor ahora.

Mi abuelo y yo empezamos a cerrar el kiosco que solía estar frente a la carretera. El sol se estaba poniendo y nadie había venido a comprar nada de todos modos. Tuvieron que trasladarlo cuando construyeron la 5 sur, una carretera que cruza todo el país, ahora estaba a un costado de la vía auxiliar, por lo que ningún conductor, camionero o turista se molesta en ir a comprar. Los amigos que solían ir a pasar el rato con mi abuelo, mientras atendía a los clientes, ya se habían marchado al otro mundo. Aquellos que lo acompañaban a tomar en el pueblo seguían allá, tirados en alguna de esas calles agrietadas. Él ya no podía seguir tomando con tanta libertad. La diabetes y su edad le habían costado el pulgar de su pie izquierdo.


Él solía salir conmigo, a ver a sus amigos, o hacer algunos más en algún bar del pueblo. Me dejaba conducir su camioneta devuelta. Era un sujeto engañador. Uno podía pensar que era taciturno con la expresión seria de su cara, pero, aunque hasta cierto punto lo era, él realmente era un gran oyente. Portando esa mascara que usaba para esconder sus emociones podía desarmar a cualquier orador con una sola frase. A veces se daba la libertad de dejar entrever su sonrisa tan serena. Si mis vagos recuerdos no me engañan, la mayoría de las veces que lo vi sonreír fue durante mi infancia temprana. Estaba en perfecta armonía con el campo que él luchó por tener y mantener.


Cerré la puerta del kiosco y le puse el candado. Hice lo mismo con el portón principal. Mi abuelo veía a los vehículos pasar por la carretera con sus ojos sin brillo, apoyándose con el colihue que antes me había tallado para salir a explorar los bosques y arboledas. Nos dirigimos a la casa por la bajada; un camino de tierra. Sólo quedaba el piso de la casa donde vivía el vecino. La podíamos ver mirando sobre la cerca de alambre de púas, al costado derecho de la bajada. Era raro que el vecino no nos saludase en aquel entonces. Su funeral fue hace un par de años atrás. Sus hijos están viviendo en Santiago, con sus familias. Eso es todo lo que sé.


-Si el Juan estuviese vivo-me dijo mi abuelo- le habría llamado la atención por tener tan mal cuidada sus tierras. -Volteo a ver su lado. - Pero, conociéndolo, este flojo me habría sacado en cara que la mía está igual de fea.


La maleza y el pasto estaban creciendo demasiado. Tuvieron que vender a las ovejas y vacas porque mis abuelos ya no eran capaces de cuidar de ellos. Terminaban perdiendo más de lo que ganaban con su lana y leche. En ocasiones, alguna que otra oveja desaparecía por la noche y de ahí no la ibas a ver más. Además, matar a las que quedaban era un fastidio. Siempre tenían que llamar a alguien más para matar al animal, y el que venía lo hacía con su familia, y si ellos encontraban que la presa que les tocó fue muy poca cosa, bueno, lo mejor era cerrar todas las puertas y ventanas por la noche, y dormir con tu escopeta al lado de la cama.


- ¡Hijo, viejito, vengan a tomar once antes de que resfríen con este frío que está haciendo! -Nos gritó mi abuelita desde la entrada de la casa.


Mi abuelo la miró y volvió su vista al campo una vez más. Yo me quedé ahí con él. Durante el verano de este año a uno de mis tíos se le ocurrió plantar eucaliptus. Estaban perfectamente ordenados, fila por fila, a 5 metros de distancia entre cada uno de ellos. Crecían delgados y débiles, pero servían como leña para vender y quemar.

Mi tía me contaba que mi abuelo, en sus mejores días, era un leñador fortachón. El contorno de sus brazos era tan grueso como la cabeza de mi papá cuando tenía unos 13 años. Podía cortar leña con su hacha todo el día, revisar si las trampas de conejos habían funcionado, ir conversar con Juan y su familia, y volver a la casa para desollar a un conejo, casado en la madrugada de ese día, y tenerlo listo para cenar.


-Felipe, estoy aburrido de vivir.


Paul, el perro más viejo de la casa, se acercó lentamente hacia él. Mi abuelo lo acarició con su mano y el perro se la lamió.


-Le dejaré esto a tu padre y tu padre te lo dejará a ti. Sólo prométeme, si realmente me aprecias, que no dejarás que se deteriore por nada en el mundo. Cuídalo mejor que yo.


Quedé mudo.


Es que, ¿Qué podía decirle? Poniéndome en sus zapatos, me sentiría igual que él. En ese estado de decadencia. Con todas esas victorias y derrotas convertidas en esto. Con ese otro personaje del pasado, que hoy en día sólo puede proyectar una sombra impenetrable y saturada de nostalgia sobre la versión disminuida de alguien que fue grande. No era justo. Juro que, de poder hacerlo, viajaría en el tiempo y trataría de decir algo, pero, hasta en el momento en que escribo esto, no sé. No sé qué lo haría cambiar de opinión.


Mi abuelo se puso en marcha a la casa, junto al perro, cojeando. Pude escuchar el barullo que producía mi familia cuando abrió la puerta de la casa. Él entró, asomó su cabeza para ver si yo iba a entrar junto a él. Al ver que ese no era el caso, la cerró.


Me quedé parado ahí un buen tiempo. Esperaba que una respuesta convincente llegase a mi cabeza, algo irrefutable, infalible. Lo que fuese capaz de contradecir esa agónica oración.


La respuesta no llegaba, así que decidí buscarla en el bosque. Todavía no la encuentro.

 

-Enrique Acuña

 

Cosas de campo.

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