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Un Paseo Nocturno.

Debería estar buscando a las ovejas que escaparon.

Algún inútil debió cerrar mal la puerta del corral.

No me mires a mí, sabes que no muevo un dedo por nada en el campo.

Soy un haragán sin remedio.


Conozco los lugares donde pastan.

También los agujeros que usan para pasar al campo del vecino.

Son animales de costumbres, enciérralas y harán lo mismo todos los días sin chistar.

Las desprecio.


Linterna en mano, recorro dichos lugares.

Soy un niño, mi ignorancia me hace inmune al miedo.

La ignorancia y la luz de mi linterna.

Me doy cuenta de esto; me creo valiente.

Hoy en día todos los mocosos son unos debiluchos.

Quítales sus celulares y ahí quedaron los muy tontos.

“Yo no”, sentencio, lleno de orgullo, “Soy diferente”.


Y que pasó.


Sin darme cuenta, camino sin destino.

Miro donde estoy.

En medio del trigo.

Al menos eso deja ver mi linterna.

No existe otra luz; es luna nueva.


Se apaga la linterna.

Entro en pánico.

Saco las pilas para tratar de ponerlas al revés.

Se caen.

“Oh Dios ¿Ahora qué?”

Negro es todo lo que puedo ver por unos instantes.

El miedo hace que me tape los ojos.

Mis piernas tiemblan y ceden.

Estoy de rodillas en el piso.

Abro los ojos con dificultad.

Es peor de lo que temía.

Abiertos o cerrados; no puedo ver la diferencia.

Oscuridad a mi alrededor.

No puedo ver ni la palma de mis manos.

Me estoy asfixiando.

Caigo de espalda sobre el trigo y lo veo.

Observo un cielo estrellado por primera vez en mi vida.

Noches anaranjadas, ambientadas con los disparos y el sonido de botellas de vidrio quebrándose.

Eso es todo lo que conozco.

De alguna manera, eso me daba menos miedo que la oscuridad que me rodeaba.

En la ciudad solo habían personas.

Aquí…

¿Qué cosas podría haber aquí?

Lo que sea.

En la oscuridad podría haber lo que sea”

Reflexiono esto mientras miro a las estrellas.

Estoy tranquilo otra vez.


Pienso en las estrellas que veo.

Quienes las han visto antes que yo.

Las mismas estrellas.

Mi papá, mi abuelo, el abuelo de mi abuelo.

El colono que llego a Sudamérica y engendró a mi familia.

El abuelo de ese analfabeta.

Jesús, David, Noé, José,

Moisés, Abraham, Sansón antes de que le sacaran los ojos.

Caín y Abel. Adán y Eva.

Ahora yo las miro

¿Son las mismas o han cambiado?

¿Hemos cambiado?

Si no hubiésemos nacido ¿Algo habría cambiado?

La oscuridad sigue existiendo por mucho que avancemos.

Por mucho que logremos iluminarnos, siempre estaremos rodeados por la oscuridad.

“Mientras más grande es la luz, mayor es la oscuridad que la rodea”

Esta frase se repite y me siento enclaustrado de nuevo.

La oscuridad me aterra y las estrellas me recuerdan lo irracional que es mi miedo.

Lo insignificante que soy.

El nulo valor de mi vida.

Lloro como un bebe.


No sé cuánto tiempo paso así, sólo sé que pasa lentamente.

Siento unas pisadas.

Escucho un ladrido.

Algo se acerca, no sé por dónde.

Algo muerde mi pierna y yo lanzo un quejido.

Tomo la linterna con ambas manos y golpeo con toda mi fuerza.

Se oye un golpe seco, pero el dolor sigue siendo igual.

Doy el segundo golpe y la presión en mi pierna desaparece.

No siento dolor, solo unas gotas cálidas bajando hasta mis calcetines.

Estoy furioso.

Busco al animal.

Dando patadas al aire lo encuentro por pura suerte.

Lo pateo hasta dejarlo en el suelo, sin aire.

Salto sobre sus patas.

No podrá levantarse más.

Lo único que puedo escuchar es el crujido de su cráneo siendo partido por mi linterna.

Mis manos sienten algo suave, tibio, palpitante y gelatinoso.

El animal dejó de patalear hace un tiempo.

Llevo mis manos a la cara.

Unto esa cosa tibia en mi cara.

Ahora ESTA es mi cara

Estoy vivo por primera vez en mi vida.

Grito hasta que me duele el pecho.

Le grito a las estrellas y a la humanidad;

A la oscuridad y a las cosas que se escondían dentro de ella.

Grito, pateo y golpeo al aire.

Arranco el trigo con mis manos y mis dientes.

Corro, me tropiezo, me levanto, corro.

No pensaba, ¿Para qué pensar?

¿Qué ganaba pensando?


Papá me encontró en la orilla del río.

Yo estaba jadeando como un animal.

“¿Dónde te habías metido?”

Me quedé en silencio.

“¿Qué tienes en la cara?”

En ese momento yo era un conejo siendo encandilado con las luces de una camioneta.

“Ya encerramos a las ovejas, inútil. Vámonos antes de que te resfríes y tu mamá me rete por tu culpa

Lo seguí hasta la casa de mi abuelo.

Corrí al baño.

Me di una ducha con el agua caliente que quedaba.

Mañana volveríamos a la ciudad.

 

Enrique Acuña.

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